Sostiene Freud, en Psicopatología de la vida cotidiana,
que las fobias ocultan sus raíces en lo más profundo del sujeto, el
inconsciente, el sujeto deviene entonces una víctima de su discurso ya que
cuando un rasgo se vuelve sintomático deja de ser un rasgo propio para actuar
como síntoma, de ahí la percepción psicopática de la realidad.
Podemos decir entonces que cuando se manifiesta una
fobia, y se sostiene como realidad
moral, el sujeto es asaltado por su propia ignorancia aunque la manifieste como
una verdad, es víctima de sus propios
desórdenes.
Estos días hemos visto en todos los medios y por algunas
calles de Madrid unos vehículos color naranja lanzando mensajes mediocres y
peligrosos por su intolerancia y manipulación; en las primeras décadas del
siglo pasado apareció en la historia un energúmeno desequilibrado, con un claro
declive hacia el onanismo compulsivo, en pos de la raza pura, los arios.
Estos delirios, encubridores de otros delirios menos
confesables aún, nos hablan de sujetos desconstruidos por sus fantasmas más íntimos, la esvástica
disimulada bajo el eslogan, en los autobuses,
nos habla de ellos en un lenguaje demoledor para sus subterfugios lingüísticos.
Porque las palabras tienen sus recovecos propios, su propia significancia, no
resulta complicado descubrir el grado de deterioro mental al que conduce el
fanatismo y la intolerancia.
Lo que resulta muy curioso es ver como el estado
sostiene ideológicamente y económicamente tales patologías, con lo cual
podríamos sacar del cajón de los recuerdos literarios aquella frase de Emile
Zola: acuso al estado.
Acuso al estado español de atentar contra las libertades
esenciales. Como todo el mundo aprendí de pequeño en la escuela que algunas
palabras se inician con mayúsculas, de más grande aprendí en la vida que algunas palabras no
equivalen a ese respeto, hazte oír ante ellas.
Durruti
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