Cuando la gente tiene que definirme, normalmente destaca que
soy una persona que ríe y sonríe a menudo, que desprende alegría, se emociona
con casi cualquier cosa como si fuese un niño o recuerda esa energía, a veces
inhumana, que ni yo mismo sé de dónde sale. Bueno, sí, sale de lo más profundo
de mi corazón, de un amor intenso por la vida. Estuve cerca de perderla en
varias ocasiones. Hubo accidentes con un resultado milagroso y también deseos,
ya enterrados, de abandonar esta lucha contra uno mismo.
Me vine abajo por una serie de circunstancias que nos pueden
pasar a todos y, aunque cada poco tiempo pensaba que lo había superado, pasé
varios años viviendo en la oscuridad, aunque saliese a la luz de vez en cuando.
Convertí mi existencia en un foco de negatividad y no permití que nadie me
ayudase. La gente que me quiere trató de ayudarme, pero sólo pude salir de esta
caverna cuando dije basta a mis miedos, decidí conocerme personalmente y
ordenar sin prisas ese ‘puzzle’ tan complejo como es nuestra cabeza.
Fueron tiempos muy duros y a veces llaman a mi puerta, pero
no les dejo entrar. No soy nadie para dar lecciones ni para enseñar cosas, pero
en más de una ocasión tengo la impresión de que puedo ayudar a personas que han
pasado o están pasando por sentimientos semejantes, independientemente de los
motivos que hayan provocado su angustia existencial.
Una maravillosa manera de entendernos a nosotros mismos es
comunicar, de cualquiera de las maneras. Escribir es una de ellas. Desde hace
varias semanas, todos los viernes por la mañana me levantó con una ilusión
insuperable para acudir a Realidades y echar una mano desde mi experiencia
periodística y vital para que Aquiles, JM, Yeti o Enrique se sienten ante el
ordenador para contar lo que sienten. Ojalá su oscuridad desaparezca para dar
paso a una luz brillante e infinita. Es una pelea que nunca acaba. Por eso,
nunca hay que dejar de luchar… ni de sonreír.